divendres, 10 de desembre del 2010

ELLA


Todo empezó el 21 de junio. Lo recuerdo perfectamente. El verano recién estrenado hacia su entrada triunfal apoderándose de los espacios intersticiales que conforman nuestra efímera existencia, haciendo levemente soportable el hecho de respirar. El sudor volvió a adueñarse de mi cuerpo y las chicharras, alegrándose de la llegada de la canícula, imponían su presencia desde un parque cercano. Nunca me gustó el verano. Tampoco el invierno. Mi composición celular encuentra mejor resguardo entre las primaveras y otoños mediterráneos.

Recuerdo el día que por primera vez me percaté que alguien me seguía. Había concertado telefónicamente visita con el oftalmólogo con el fin de poner solución a mi progresiva pérdida de visón acentuada en los últimos meses. Los médicos no son santos de mi devoción. Son necesarios, pero intento mantenerlos alejados como el gato al agua.

Lo que sucedió en aquellas semanas no resulta fácil de explicar, menos aun de describir y casi imposible de escribir sin un ligero desazón preventivo sobre el peligroso transito existente entre lo real y lo imaginario. Lo nuevo desconcierta, lo desconocido atemoriza.

La sensación de que alguien me observaba y seguía al salir de casa, fue consolidándose conforme pasaban los días. Pensé primero que era una casualidad, coincidencia después, y finalmente tuve la certeza de que alguien estaba interesado en saber donde dirigía mis pasos desde el mismo momento en que ponía los pies en la calle.

Salía y allí estaba su oscura silueta esperándome, erguida y silenciosa. Su discreción al desplazarse, su paso firme y constante, y su habilidad en pasar desapercibido, le permitían mantenerse a una ínfima distancia de mí sin llamar la atención. Conocía su oficio. Esa agilidad en sus movimientos, la distancia calculada y su persistencia no dejaban lugar a dudas: Era un profesional.

Lo intenté casi todo para zafarme. Imposible. Reprogramé horarios de salida, modifiqué itinerarios a pesar de incrementar las distancias recorridas. Sólo en determinadas ocasiones, si utilizaba las lóbregas y estrechas calles del casco antiguo, conseguía darle esquinazo. Sin embargo, esas maniobras nunca dieron resultado, mis intentos evasivos resultaron inútiles ante un sabueso tan bien entrenado. En el momento en que me incorporaba de nuevo a una arteria principal, allí estaba esperándome.


Analicé una y otra vez con meticulosa atención la existencia de algún motivo, de alguna causa que justificase semejante marcaje. Nada. En cualquier caso, si existía, no supe encontrarla.

Con el tiempo llegué a adquirir comportamientos preocupantes que difícilmente podía justificar. Inconscientemente fui expulsándome de la cotidianeidad de mis actos para arrinconarme en la veleidad de la sinrazón. Observaba movimientos sospechosos desde las ventanas, oteaba tras las cortinas entornadas, las calles aledañas antes de salir. Si alguien me acompañaba en mí deambular callejero, bañaba de fingida indiferencia la presencia de mi perseguidor con el fin de no levantar recelos o sospechas infundadas. Nadie hizo nunca comentario alguno sobre mis disimuladas reacciones, bien fuese por discreción o por temor a mi reacción.

A pesar de todo, el tiempo fue acentuando mi estrés. La incertidumbre de lo desconocido me enfurecía, descentraba enervaba. Me decía a mi mismo que no podía dejar pasar un día más. Necesitaba saber quién era. Quién era y sobre todo, para quién trabajaba. Qué objetivo perseguía. Por qué razón me tenía sometido a la sinrazón de tan férreo marcaje, siguiéndome allá donde fuera. Mi cerebro bullía intentando encontrar un argumento que justificase tal persecución. Nada.

Planeé una estrategia y me conjuré con el fin de no retroceder llegado el caso. Era el momento de enfrentarme. Ahora o nunca me dije. Tengo derechos y voy a ejercitarlos, pensé.

Era un día gris. Amenazaba lluvia a pesar del sol que tenuemente pretendía ganar su particular batalla estival. La luz mortecina reivindicaba desde la incertidumbre climatológica el espació que le correspondía bajo el imperio del verano. Era una mañana ideal para salir de compras. Perderse por las numerosas calles comerciales repletas en esas fechas de turistas que dejaban por un día sol, playa y sangría para dedicar la jornada a pasear sus cuerpos maltratados por la ciudad.

Pensé en aprovechar los últimos días de rebajas. Era la perfecta excusa que justificaba una salida temprana y la posibilidad de acercarme sin despertar sospechas con mi particular hombre del frac aprovechando el bullicio de las calles. Las últimas tallas y los tentadores precios escritos sobre carteles fueron llenando de nuevo las calles de la ciudad.

No había dado unos pasos desde la entrada en la calle principal cuando comprobé de soslayo que estaba junto a mí, hasta el punto de que pensé que alzando el brazo podría rozar su mano. Giré rápidamente sobre mis talones con el fin de sorprenderla y poder así vaciarle mi cargador de preguntas justo en el momento en que una gran nube amenazadora inundó el cielo de la ciudad.

El sorprendido fui yo. Mi mente fue derivando rápidamente de la perplejidad a la sorpresa para aceptar finalmente la decepción. Había desaparecido. El sol se ocultó tras las densas nubes negras y una lluvia fina comenzó a caer. Regresé a casa. Necesitaba cobijarme en la penumbra de mis pensamientos para encontrar una explicación plausible a lo ocurrido.

El final del verano se acercaba, el sol fue dejando paso paulatinamente a un cielo encapotado y gris, el viento apareció y la temperatura que recuperaba su cordura. Alguna tormenta esporádica nos recordaba que el otoño estaba al llegar.

Después de aquel incidente, opté por salir sólo en aquellas ocasiones que fueran imprescindibles, absolutamente necesarias. Había perdido la fortaleza y las ganas de enfrentarme a esa persecución.

A finales de octubre observé con gran alivio que la vigilancia había remitido. No era diaria. Fue espaciándose sin una lógica que hiciera pensar que aquella situación había concluido. Con la llegada de las primeras lluvias llegué a temer, como si del síndrome de Estocolmo se tratara, que le hubiera ocurrido cualquier cosa. Pensé que el mal tiempo podría haber dañado su salud. Que la lluvia y la humedad impedían realizar su tarea. O tal vez, cumplido y cobrado su encargo había abandonado la ciudad.

El otoño enseño sus credenciales y con ellas, mi vida fue volviendo a la normalidad. La pesadilla parecía haber llegado a su fin.

Era un día de frío, mucho frío a principio de diciembre. Salí a la calle todavía en penumbra. Sólo el servicio de limpieza y los que padecemos insomnio pululábamos por la ciudad a esas horas. Las farolas encendidas como luciérnagas a lo largo del paseo me recordaban que la oscuridad gobernaba en esta parte de la tierra. Era festivo, preludio de un largo y reconfortable puente. Me había propuesto pertrechar a la familia aún dormida con una buena ración de churros recién hechos y la prensa dominical.

Tenía las manos heladas. El vaho salía por mis fosas nasales. El paso rápido que me había impuesto pretendía sentarme cuanto antes delante de la reconfortante taza de café que ya esperarme en la cocina de casa. De regreso planifiqué mentalmente lo que haría durante el día. El sol despuntaba sobre las azoteas, acogiendo lenta y majestuosamente bajo su tibio manto a la ciudad.

Introduje la llave en la cerradura de la puerta empujándola con las manos i rodillas. El reflejo de su negra silueta apareció por sorpresa reflejada tras de mi recordándome que nunca se había ido. Sentí su aliento. Inmediatamente comprendí que era aquel nuestro último encuentro, un viaje sin retorno justo en el momento en que los primeros rayos de sol inundaban la ciudad.

Fue un mazazo en mi cerebro. Mi corazón sufrió un vuelco, una descarga, un dolor indescriptible. La opresión en mi pecho me hizo intuir que estaba al borde de un colapso. Las piernas temblaban y fui incapaz de abrir aquella entrañable y pesada puerta. Lentamente fui inclinando mi cuerpo, buscando una posición fetal que me permitiese recuperar la respiración. Me desplomé. Observé con sorpresa que caía conmigo. Como un fogonazo, visualice mi vida en un instante, una gran tranquilidad me invadió. No me arrepentía de nada de lo que había hecho y si de lo que no había podido hacer. Siempre se llega tarde al arrepentimiento.

Mi vida se escapaba, pensé que cualquier lugar es bueno para morir, pero no estaba dispuesto a largarme de éste mundo sin saber quién era. De rodillas me acerqué comprobando con espanto un mimetismo en su comportamiento que me desconcertó. ¿Quién eres? ¿Que quieres de mi? ¿Quién te paga? El silencio fue su respuesta. ¿Me niegas tu palabra? Silencio. Mi corazón reventó. Silencio. Caí. En silencio mi sombra, mi eterna mala sombra, se derrumbó junto mi cuerpo inerte.

1 comentari:

  1. La mala sombra es como la conciencia, nos "persigue" si a lo largo de la vida no somos buenas personas

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